viernes, 20 de febrero de 2009

La sed de las amapolas




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Al cabo de todo el invierno tiembla y termina
por parecerse al óxido en el que se está convirtiendo
su esqueleto. Una nada de cadena hueca, como de caña
y de noches que prueban su filo en las esquinas.
Nadie sabe de la sed de amapolas que revienta
bajo la tierra, ni de la vida acuática que silencia el río
al que hoy persiguen extraños camalotes.
Pero todos sabemos de la variedad de los metales,
de la perfección de sus escuadras que miden
la capacidad de los bosques para determinados árboles,
y de cómo las cigüeñas nos acompañan desde hace
varios inviernos, sin saber la diferencia que existe
entre una zona protegida y un teatro de marionetas.
Saldremos sin hacer ruido y con los ojos cerrados,
porque esta debe de ser la única forma de imaginar
cien hojas de abedul acariciándonos la espalda,
o veinte nudos bajo el cauce y sobre las piedras
creando rumores de agua al pie de un sueño.
Saldremos apretando los ojos y las manos,
entre ellas
un estruendo de frío envuelto en nubes, y otra muerte
para guardar en la memoria.

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